LA FLOR Y EL VESTIGIO
Más de una flor despliega con pesar
su perfume dulce como un secreto
en las soledades profundas
Charles Baudelaire
Las flores del mal
¿Qué se pinta cuando se pintan flores ? ¿Es el agua que beben, el aire que respiran, la luz que miran, el color de su corazón tan limpio ? ¿Qué hay en su interior, que nos cautiva y expresa sin palabras aquella armonía que buscamos en la naturaleza, en el rostro de los que amamos? ¿Qué nos enreda en sus cautivadoras formas?
La gran pintora americana Georgia O´Keefe había descubierto “que podía decir cosas con colores y formas que no podía decir de otra manera, cosas para las que no tenía palabras”. Elegir las flores para ello puede parecer caprichoso, sin embargo todos hemos experimentado alguna vez la elocuencia de las flores para decirnos algo, para conectar con sensaciones y sentimientos próximos a una extraña emotividad. A través de la pintura no hemos dejado de mirarlas nunca y de intentar atrapar eso que sabemos que guardan: la belleza.
“Una flor es relativamente pequeña. Todo el mundo hace asociaciones con una flor, la idea de flor (…). Sin embargo, en cierto modo, nadie contempla realmente una flor. Es tan pequeña —no tenemos tiempo—, pero para mirar se necesita tiempo, (…). Voy a pintar lo que veo, lo que significa la flor para mí. Pero voy a pintarla grande para persuadir a la gente de que se tome el tiempo necesario para contemplarla.”
Lo que O`Keefe trató de hacernos ver, amplificando en grandes lienzos lo que la naturaleza expresa en escasos centímetros, fue lo hermoso de una revelación que ella sintió como un misterio vital. Observando las flores como Georgia había querido que se viesen, conmovedoras, seductoras, desnudas, sinceras, May Herman persigue su jardín dentro de cada una. Como ella, concede a toda forma natural, a todo fruto o flor una vida espiritual, un sentimiento”.
Sin embargo, con distinto sentido de lo estético, no intenta redefinir la forma ampulosa de la flor y sus misterios, sino más bien recrear los bordes imprecisos de su anatomía, extender sus lazos con lo que ella piensa, con lo que la flor sabe, intercambiar lo que ambas sueñan, en suma, comprender la fragilidad de la existencia. Nace ahí el tejido húmedo, casi vaporoso, creándose y recreándose desde este ritmo pausado un entorno propicio para el flujo del blanco, en cuyo ser se diluye la forma, en suave diálogo con el aire, el agua, la luz, la carne.
En May Herman se manifiesta la feminidad del gesto, ese cuidado en no revelar del todo lo que aún duerme, la atención hacia aspectos que pueden sugerir ternura o pureza, energía creadora. Delicadeza, con lo que es sensible al tacto. Lo que no ha de tocarse se presta solo al alcance de la mirada, acompasada por las pinceladas en la suave reverberación de las ondas, en el flujo líquido de una carnosidad vegetal. A veces sucede en el cuadro como en la huidiza onda que la hoja provoca en su caída en el estanque quieto, sometida su transparencia a la luz. No es la pureza del tono altivo y sonoro, contrastado. Como en Monet, es armónico, un rumor que persiste tras la bruma desvaída, una luz que nos llega en la niebla de lo fugaz.
Claude Monet , cuya vocación alcanzó en buena medida a la jardinería, confesaba su obsesión por las flores, a las cuales, según él mismo, “debía el haberse convertido en pintor”. Con sus pinturas persiguió toda su vida el reflejo soñado de Giverny, su cuadro más vivo. Con el agua supo multiplicar los efectos del espacio cromático del cuadro, amplificando la luz y sus simetrías, creando el tejido orgánico en el que sustentó su colorido sueño.
El color sí importa: la luz en él habita y cada cambio que en él opera, trastorna su ser en los matices y sutilezas que encarnan las sensaciones y animan nuestra sugestión. May Herman concibe el motivo pictórico como un espacio de transición hacia el color -o desde el color- . En principio es un espacio cromático, con el que consigue articular su proceso creativo, ocultando, cubriendo o penetrando este espacio en veladuras sucesivas o fragmentos de una tenue presencia, de una materialidad liviana, que rara vez llega ser oclusiva. Las claras transparencias se superponen en capas sin acallar el colorido, que respira y subsiste buscando su presencia y materialidad en la hoja, en la flor, en la raíz, retratando en cada pliegue la naturaleza vulnerable de la planta, que se muestra a veces grácil y danzarina, a veces huidiza o quebradiza, a menudo herida. La delicadeza en la ejecución es el pulso de una luz deleble contra la materia ausente.
May Herman se propone en cada cuadro la construcción de una imagen que hable de sí misma, lo que no puede decirse con las palabras. Si para Odilon Redon, las flores, en su secreta simbología, son “exquisitos prodigios de luz”, para David Hockney, las flores y plantas “representan esperanza”. Con cada trazo, cada pétalo, cada nube, nace una nueva flor, se va configurando la imagen que se esfumó en el cuadro anterior, imagen que persigue en cada pintura hasta el cuadro soñado, pues no existe el cuadro final. En el empeño, deja May las huellas de un camino sembrado de dudas, de quiebros y regresos. De cosas -anhelos- que necesitan ser vistas con más atención, más de cerca, o más de lejos. De cosas -sueños- que se rompen con solo mirarlas. Prescindiendo de conceptos premeditados que pudiesen conducir sus gestos con frases hechas, se atreve a actuar, a decidir. En la acción concurren los sueños y los errores, las intenciones y arrepentimientos, en unas manchas se cuenta la belleza y el dolor. En este sentido su coincidencia con O’Keefe es total: “Solo cuando se elige, se dejan cosas de lado y se fijan los puntos básicos, se tropieza uno con el significado verdadero de las cosas”. Buscar con la pintura los lagos limpios y claros que existen dentro de una una flor, reparar aquello roto y buscar un comienzo, borrar lo anterior, pensar que todo se verá bajo una luz diferente, aquella luz imprecisa, como la memoria.
Me apuntaba May Herman que “el ser humano, el organismo más complejo que ha creado la Naturaleza, es por esa misma circunstancia el más vulnerable.” Estoy con ella. Somos un azaroso cúmulo de emociones, que actúan sobre nosotros desde dentro, con inusitada fuerza, haciendo tambalearse nuestro frágil esqueleto anímico, como una flor bajo la tormenta. Pero saberse frágil no es reconocerse débil. El duro cristal, que May emula en sus pequeñas composiciones escultóricas, también se rompe con facilidad. Se rompe también el silencio, como se rompe el papel o la lanza, o se quiebra la barrera ¿Qué puede quedar tras la sacudida? No todo se pierde, entonces, ¿cómo poner en orden los vestigios de esta hecatombe? Declamaba Baudelaire:
¡Que [el espíritu] se cierna sobre la vida, y
alcance sin esfuerzo
el lenguaje de las flores y de las cosas mudas!
May Herman nos propone en “Poética de la Fragilidad” un breve pero vital paseo emocional y contemplativo, delicadamente ordenado desde las raíces y la flor primigenia, pasando por la madurez y el fruto, hasta la flor terminal, en que la caducidad vence inexorable. Nos vela y nos desvela May su pensamiento, escondido quizás entre las ondas de los pétalos que danzan, tras el acto translúcido de una polinización cromática, convocando la transfiguración del espíritu en imagen pictórica.
Fernando de la Rosa