Andamiajes

No están tan lejos Umberto Eco y Wladyslaw Tatarkiewicz en su concepción de la obra artística. Para el primero “la obra de arte sólo existe en su interpretación, en la apertura de los múltiples significados que pueden tener para el espectador”. Para el segundo, “la belleza no es una cualidad del objeto ni una reacción del sujeto, sino la relación del objeto con el sujeto”. Les compro la idea: como sucede en todas las artes, la Belleza no es algo que está, es algo que se produce, algo que acontece. No hay belleza identificable como un valor en sí mismo; la belleza es una chispa, un arco voltaico que salta entre el espectador y la obra. El arte es en la medida en que se produce. Eso quiere decir que el arte, la belleza, es cosa de dos, del artista-de su obra- y del espectador. Para que salte esa chispa ante los cuadros de May Herman solo se requieren unos instantes de quietud frente a ellos, a ser posible en soledad y en silencio, porque lo que en su génesis pudo ser un grito desgarrado, la artista lo devuelve en forma de susurro meditado, de pasión contenida, velada, profunda.

Los cuadros de May Herman se nutren de su propia biografía, de una intensa experiencia como sicóloga depositaria de todos los dramas que la condición humana es capaz de supurar. Nadie es indemne a nadie; somos lo que en nosotros han dejado los otros, ya sean la felicidad o el infierno sartriano. En cualquier caso, en esa misma condición humana está la necesidad irreprimible de comunicar, de devolver a esos otros la huella que antes nos han dejado. May Herman sublima en sus cuadros la experiencia de múltiples memorias ajenas pero tomando distancias con ellas, no tanto como una catarsis liberadora (una especie de “descolonización interior”),  sino como la forma de traducirla en una expresión que pueda ser transmitida universalmente, como exigía Tolstoi de la obra artística. 

Para transmitir esas emociones, recurre May de una manera hermosísima a las veladuras, a las transparencias que llevan a profundidades más lejos del propio cuadro, bien hacia el interior en cavidades misteriosas o desbordando sus límites, invitando a que el espectador imagine el efecto de su onda expansiva. Es una obra abierta- de nuevo Umberto Eco- en la medida en que las ondas, los círculos, los filamentos… sugieren universos microscópicos, fragmentos de la naturaleza, obsesiones del espíritu, y, en definitiva, esos mundos que están todos en éste y que serían mágicos, si eligiéramos bien el encuadre con el que los observamos. Mundos que fluyen y a la vez impenetrables, esa contradicción antigua que ha estimulado la curiosidad del ser humano, la constante búsqueda del saber, con las herramientas del sentimiento y la razón, que May Herman entrelaza en sus cuadros con una sutileza que me atrevería a calificar de oriental.

Hoy día los medios técnicos nos han enseñado a ver el mundo desde puntos de vista insólitos: podemos ver la misteriosa belleza que encierra lo infinitamente pequeño, lo infinitamente profundo del mar, lo infinitamente lejano del cielo. May Herman nos hace ver, en unos cuadros cuya composición y color parecen rehuir la voluntad de artificio (estando, por el contrario, primorosamente elaborados),  que lo infinitamente insondable del espíritu humano pertenece al mismo campo en el que la naturaleza esconde sus misterios, como hijos que somos de ella, como sus cómplices, como sus prisioneros. La filosofía zen enseña que el universo entero es una manifestación de la mente. Sí, decididamente en los cuadros de May Herman late una pulsión oriental.

Salvador Moreno Peralta