Espíritu de sutileza

En un célebre pasaje de sus Pensamientos, Blaise Pascal diferencia entre el espíritu de geometría y el espíritu de sutileza, afirmando que “el juicio pertenece al sentimiento como las ciencias pertenecen a la inteligencia. La sutileza es la parte del juicio; la geometría la de la inteligencia”. 

Esa distinción de Pascal que, para algunos, establece el fundamento moderno de la inteligencia emocional, no divide al espíritu humano en dos categorías pues, a menudo y es lo más frecuente, lo geométrico y lo sutil coexisten en una misma persona. Pero no es infrecuente que uno prime sobre lo otro y se destaque con fuerza y determinación de carácter. 

Esto último es lo que destila, como gotas de resina de su creatividad, la pintura de May Herman.  Sutileza es, artísticamente hablando,  delicadeza,  elegancia, finura (finesse  es el término utilizado por Pascal). Todos esos significados convienen a la obra de nuestra pintora.

Una obra plástica puede ser impactante por su dimensión, por su expresión, por su colorido o puede serlo, también y desde otra perspectiva, por su contención reflexiva y conceptual y por su parquedad cromática; diríamos que su fuerza radicaría así en su propia levedad, en su capacidad de evocar silencios, largamente acariciados, profundizados desde un meditado no decir; sabiéndose, en cierto modo, portavoz de lo inefable. 

Y todo ello me lleva a preguntarme ¿de dónde brota la pintura de May Herman? ¿Cuáles son sus fuentes primigenias, cuales sus “provocadores ópticos”? Hablaba Leonardo de las nubes como formas evocadoras para sus dibujos y el propio Tapies lo hizo, hasta la obsesión, de las manchas de las paredes. Es evidente que en la obra de nuestra pintora hay una raíz, un eco de formas orgánicas y de realidades microscópicas, siendo  -como es- de profunda concepción abstracta. Creo que no hay contradicción en eso. 

Vayamos, por un momento, al Wittgenstein del Tractatus Logico-Philosophicus en donde afirma que: “Es claro que por muy diferente del real que se imagine un mundo debe tener algo  -una forma- en común con el mundo real” (2.022). 

Ello quiere decir que no se puede construir una realidad plástica ex novo, sino que hemos de partir de lo que conocemos, de lo que ha informado y formado nuestra mirada y nuestros conceptos formales. Tres son las formas del mundo real que me evocan los cuadros de May Herman: El interior esponjoso de los huesos largos, los campos tintados de las visiones microscópicas y la superposición de velos en movimiento.  El escultor y grabador inglés Henry Moore era una estudioso de la osamenta de los animales y se sirvió de ellas para la creación de multitud de esculturas y la estructura internas de los huesos fue, con frecuencia, motivo de inspiración para sus grabados. 

Pero lo normal no es eso, sino que, las más veces,  no es consciente el propio creador, ni tiene porqué serlo, de porqué hace lo que hace, ya que esas imágenes seminales están albergadas en un lugar más allá de la razón. Utilizando un lenguaje informático podríamos decir algo así como que la carpeta que contiene nuestro conjunto epistemológico de formas está en nuestro interior pero no sabemos ni cómo se ha llenado, ni cuándo va a aparecer ante nosotros. En nuestro hacer creador lo único que podemos humildemente hacer es estar vigilantes para captar, casi “cazar,” esa forma que vagamente intuimos y que, una vez se nos ha manifestado, debemos desarrollar con un paciente trabajo.

También quisiera referirme  -y puede parecer ello una obviedad, pero no lo es-   a un aspecto de la obra de nuestra pintora que me importa abordar desde una perspectiva quizá inusual. Me refiero a la utilización de las transparencias. Este artificio técnico comienza a utilizarse con la llegada del óleo, pues con los anteriores medios  su uso no era posible o lo era de una forma muy rudimentaria; es la base oleosa la que permite la superposición de capas y la posibilidad de generar el efecto de transparencia. Más tarde, con la pintura acrílica podrá hacerse también, pero nunca con la sutileza que el óleo permite. 

Pero me interesa destacar en este punto del texto que cuando hablo de la utilización de transparencias en sus imágenes plásticas por parte de May Herman, no lo hago en el sentido que pudiera ser más cercano a un discurso tradicional de evocar lo vaporoso, lo etéreo, lo que se escapa de la propia mirada como humo; todo lo contrario. Quisiera poner el acento en que la levedad que se desprende de sus imágenes, la capacidad de estar flotando, se consigue por la acumulación de tiempos diversos en una misma obra y me explico. 

Unos velos superpuestos nos dan una imagen más o menos evanescente (a más velos menos transparencias, claro), pero con las capas de pintura sueltas, líquidas, añadimos nuestro hacer, nuestra mano y el tiempo de realización y todo eso se va acumulando en el plano del lienzo y todo eso acaba por aflorar al concluir nuestro trabajo. No sé porqué, pero sí sé que el blanco difuso que aparece tras muchas manos de blancos, grises, amarillos Nápoles atenuados y de nuevo blancos o arenas muy diluidos, acaba siendo otro tipo de blanco en el que, de alguna forma, se trasluce nuestra mano, nuestra pincelada, nuestro tiempo y el yo entero del creador. En pintura, el recurso técnico conforma no ya el cómo sino el qué y así el objeto se convierte en obra de arte. 

No añade nada a la bondad de la obra sobre la que reflexionamos, pero quizá nos ayude a mirarla, el dejar constancia de que encuentro en ella ecos de las pintoras americanas Georgia O’Keeffe y de la más reciente, Pat Steir. De una u otra forma sus poéticas están cercanas. Potencia desde la levedad, fortaleza en lo tenue. Y es que, en todas ellas, late el espíritu de sutileza del que Pascal nos hablaba. 

JOSÉ MANUEL CABRA DE LUNA
Málaga, octubre de 2013.